GAUGUIN, AUTOR DE SU MITO



Una muestra en Washington revela un Gauguin más oscuro que el conocido, inmerso en sus obsesiones y buscando en Tahití un paraíso que nunca encontró.

Gauguin, autor de su mito

Por Holland Cotter

Paul Gauguin era un hombre horrible pero pintaba bien. Es la visión actual que se tiene de él. En su afán por alcanzar la fama, abandonó a su familia, intimidó a sus amigos, robó ideas y mintió sobre su pasado. Su libro Noa Noa , que él publicitaba como un relato de su vida en Tahití, era en gran medida una invención, plagiado en su mayor parte. Si lo publicara en la actualidad, Oprah estaría exigiéndole una disculpa.
Claro que por otro lado está el arte. Las pinturas de Gauguin de los Mares del Sur, con sus fragantes colores de frutas machacadas –amarillo guayaba, verde lima, rosa pomelo – y sus escenas de un Edén tropical pintadas bajo el trance del opio son para devorar adictivamente. No hay otras iguales. Los museos tienen buenas razones para ponerlas en el menú.
El último de estos festines es la gran exposición llamada Gauguin: Maker of Myth , que llegó a Washington desde la Tate Modern de Londres y se inauguró en la National Gallery of Art el domingo. Los colores son todo lo ricos que se esperaba, pero, curiosamente, no son el plato dominante. Gran parte de lo que hay aquí, incluidos muchos grabados y varias esculturas, es oscuro. Se reiteran imágenes extrañas, incluso simplemente feas. La atmósfera es tensa, claustrofóbica, deprimente. Parte del problema reside en las obras elegidas.
Posiblemente para evitar el efecto grandes éxitos , las curadoras dejaron afuera numerosos clásicos carismáticos. De todos modos, para cuando se llega a la última sala da la sensación de que ningún malabarismo con las listas de las obras podía llegar a ocultar una nota básicamente deprimente en esta muestra. La historia que cuenta es, después de todo, la de un paraíso buscado pero nunca hallado; o hallado pero, en todo caso, sombrío, algo que un paraíso no puede ser.
La narración es el eje de la muestra, siendo la idea específica que justamente el uso de la narrativa apartó a Gauguin de contemporáneos modernistas como los impresionistas. En tanto éstos despojaban su arte de contenido simbólico y personal para avanzar hacia la abstracción, Gauguin apilaba exactamente estos elementos y miraba hacia atrás: cosas anticuadas como la pintura histórica, el arte religioso y el mito.
El mito que lo absorbió más plenamente fue el mito de la creación de Paul Gauguin. De modo que es apropiado que la exposición –organizada por Belinda Thomson, historiadora británica del arte, y Mary Morton, curadora de pinturas francesas en la National Gallery– se inicie con autorretratos. El más temprano, atribuido sólo recientemente a Gauguin, fue realizado alrededor de 1876, cuando tenía menos de 30 años y vivía en París. Había nacido allí en 1848 pero se ausentó durante largos períodos. No obstante, hacia 1876 estaba establecido como agente de bolsa parisino, se había casado y formado una familia. La pintura era algo que hacía en privado, al margen.
Pero pintaba mucho, y fue bueno enseguida, tan bueno que en 1879 Edgar Degas y Camille Pissarro lo invitaron a participar en la Cuarta Exposición de los Impresionistas , y fue el voto de confianza que Gauguin necesitaba. Tres años más tarde, dejó su empleo de oficina para ser artista a tiempo completo. Luego dejó a su mujer y sus hijos. Pasó meses en el campo en Bretaña, viviendo pobremente y pintando como loco. Zarpó hacia Panamá y permaneció en la isla caribeña de Martinica. En la época de ese viaje, en 1887, el pintor burgués de los domingos de la década anterior ya no existía: lo había reemplazado un artista con una nueva identidad y una nueva historia: un buscador espiritual y autoproclamado visionario.
Después de la estadía en Martinica empezó a llamarse a sí mismo salvaje y declaró su interés por los temas primitivos: campesinos bretones, negros caribeños. No sólo había pasado años en Sudamérica, decía; también tenía sangre inca. Era bestial, se jactaba, un monstruo, todo apetito. Como para probarlo, bebía descontroladamente y atacaba a sus amigos.
Sus autorretratos, como era de esperar, pasaron a ser autodramatizaciones, menos registros de cómo era –una suerte de noble hippie– que proyecciones de cómo se sentía. En 1889, se pintó como un Jesús compungido, abandonado en Getsemaní; luego como un Satanás de mirada penetrante acariciando a una serpiente; y por último en una escultura de cerámica, como una cabeza herida sangrante. En la obra de cerámica, que evocaba la alfarería precolombina, jugó la carta inca, pero también se proyectó a sí mismo como el martirizado San Juan Bautista. Igual que Juan, pensaba que era una voz en el desierto para condenar a una Europa moderna corrupta, abrazando el ideal de culturas no occidentales y en un estado de inocencia moral.
Fue a Tahití en 1891 para encontrar esa cultura, aunque lo aguardaba un shock. La isla era desde hacía tiempo colonia francesa. El cristianismo estaba bien establecido y la cultura tahitiana se había diluido. Sin embargo, Tahití tenía sus placeres. En su pequeña sociedad provinciana él asumió una especie de estatus aristocrático. El campo estaba abierto de par en par para la depredación sexual y tomó como amante a una chica de 13 años. Ella es la figura de piel oscura recostada en una cama, desnuda y temerosa, en su pintura de 1892 “Manao Tupapau (el espíritu de los muertos sigue observando)”, que es una evocación de la conquista erótica y al mismo tiempo un homenaje a la “Olympia” de Manet, a su vez, imagen de la prostitución.
Gauguin era consciente de que el público del mundo del arte en su país captaría todas esas claves. Y su impulso por atraer a ese público fue otra razón por la que se quedó.
Imágenes de Tahití producidas en Tahití –pinturas como “Arearea no Varua Ino (Palabras del Diablo o Mujeres tahitianas reclinadas)” y “Mahana no Atua (Día de Dios)”– presentaban una autenticidad automática, comerciable. ¿Qué tenía de malo que sus títulos tahitianos fueran lingüísticamente cuestionables, y que las escenas presentadas fueran inventadas? ¿Quién se daría cuenta en París? Ahora lo sabemos, pero casi no importa, porque lo más sorprendente de estas pinturas es su innovación estética, la forma en que aplastan el espacio y transforman el color en una forma sólida independiente de las figuras, alejadas de los paisajes, libres de una función naturalista. Su visión modernista del arte como realidad es auténtica más allá de toda duda.
Aquí Gauguin había encontrado una historia genuinamente nueva, radical y futurista sobre un nuevo lenguaje visual al borde de la abstracción. Era de todos modos, como señala el catálogo de la muestra, un revolucionario reaccionario, que fijaba la esperanza no en el presente y el futuro modernista, que despreciaba y temía, sino en un pasado incorrupto y no colonizado, un pasado que, como un derecho de nacimiento principesco, le había sido arrebatado y que él había terminado pasando su vida tratando de recuperar.
El esfuerzo lo desgastó y limitó su arte.
Una sala dedicada a imágenes de mujeres cerca del final de la exposición resulta opresiva por los clisés: mujer como virgen, madre, puta. Estaba estancado en esa historia primitiva, no podía abandonarla. Le dio forma en una escultura de una diosa ficticia a la que llamó Oviri –derivada de una palabra tahitiana que significa salvaje– y quería que colocaran la escultura en su tumba. Talló la imagen de la diosa, como un espíritu protector, sobre paneles de madera que enmarcaban la puerta de su última morada.
La casa estaba en las Islas Marquesas, adonde se mudó en 1901. Debilitado por la sífilis y el alcohol, harto de un Haití cada vez más occidentalizado, pensó en volver a Europa hasta que los amigos lo convencieron de que su fama creciente como artista se veía afirmada por su estatus mítico de autoexiliado en un paraíso de islas. Para mantener altas las ventas debía mantener vivo el mito, lo cual significaba no moverse.
Su solución fue profundizar el mito alejándose a kilómetros de Tahití hasta otra isla, otro Edén más lejano, decepcionante. Allí se volvió peleador; escribió memorias vengativas; y provocó al clero local llamando a su casa Maison du Jouir, Casa de Placer –con los matices eróticos de la palabra “jouir” en francés. Había llevado la corrupción consigo.
De todos modos, en las Marquesas se puso a pintar con renovado vigor. Y en cierto modo el lugar le devolvió el color –paisajes enteros de rosa papaya– aunque es imposible saberlo por la muestra de Washington, que llega a un callejón sin salida decepcionante con algunos trabajos sombríos tahitianos tardíos. La vida de Gauguin también termina aquí, en 1903. Tenía 54 años y no era entonces un hombre más agradable de lo que había sido. A los ojos del mundo, fuera del Edén, se había convertido sin embargo, para bien o para mal, en el mito que había creado. Y además estaba el arte de toda una vida, espinoso y complicado pero también, en algunos casos, de una belleza profundamente influyente que crea dependencia.

(c) The New York Times y Clarín
.....Traducción de Cristina Sardoy




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