DIBUJANDO A ALEJANDRA



En las acuarelas y serigrafías de Santiago Caruso que, junto con documentos y objetos personales, son parte de una muestra de homenaje a Pizarnik, puede intuirse el espíritu de la escritora.

En el homenaje a Alejandra Pizarnik que tiene lugar por estos días en el Museo Enrique Larreta a 40 años de su muerte a través de la muestra llamada El deseo y la palabra, se pueden apreciar varias cosas. Además de la exacta reconstrucción del escritorio de Pizarnik con sus fetiches reales, incluyendo desde su máquina de escribir Olivetti hasta sus gafas exhibidas como tesoro, dan valor a la muestra otros objetos personales de la artista, sumados a un puñado de fotografías, retratos de Sara Facio. En el medio de tanta realidad y como otra suerte de homenaje donde se encuentran ella y su obra pero miradas por otros ojos, destacan dos muestras dentro de la gran muestra –serigrafiados y acuarelas– creadas por el joven artista visual Santiago Caruso.
Sus dos exhibiciones, La condesa sangrienta (serigrafiados realizados para ilustrar el libro homónimo como encargo de la editorial española El Zorro Rojo, que editó este texto en prosa de Pizarnik con las obras de Caruso) y El eco de sus muertes (acuarelas creadas exclusivamente para El deseo y la palabra a partir de su obra poética), constituyen el corazón del homenaje y su mayor y más grata sorpresa, a la vez que dan la posibilidad, a quienes van al Museo seducidos por la obra imprescindible de Pizarnik, de conocer el trabajo de este artista muy prolífico a pesar de sus casi 30 años. Caruso es una figura central en el movimiento cada vez más ascendente de la novela gráfica, cultor de mundos siniestros, un artista que hace de su bandera el surrealismo, procesado a través del gusto reincidente en mundos oscuros, inexplicables y condenados.
Efectivamente, Santiago Caruso (Buenos Aires, 1982) logra, al interpretar a Pizarnik, una obra con sentido propio, como si la poeta misma lo autorizara a volar a partir de su obra más allá de ella, aunque ella y su obra sean la excusa, el empujón inicial para crear este puñado de trabajos que brillan en su oscuridad con luz propia.
Los serigrafiados reunidos en la muestra La condesa sangrienta constituyen un corpus que da cuenta de una historia que Pizarnik glosó a partir de la obra de Valentine Penrose, quien recopiló documentos y relaciones acerca de un personaje tan real como tremendo: la condesa Erzébet Báthory, asesina de 650 muchachas.
Alejandra Pizarnik cuenta así la historia de esta mujer real, antecedente literario de Drácula: “Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años– y se las arrastraba a la sala de torturas donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo”.
Sobre esta historia de horror real que Pizarnik glosa de Penrose, toma también la curiosa operación que elige la escritora francesa para construir su relato. Horrorizada por los asesinatos de la condesa, decide pasarlos por alto y centrar su narración en su hierática belleza, como si ella misma justificase la necesidad de matar y hacer sufrir a las víctimas hasta lo inenarrable antes de que las mujeres jóvenes emitiesen su último suspiro.

LA CONDESA SANGRIENTA. Un serigrafiado de los que ilustraron el libro de la escritora, publicado en 2009.

LA CONDESA SANGRIENTA. Un serigrafiado de los que ilustraron el libro de la escritora, publicado en 2009.
Caruso consigue con sus ilustraciones captar no sólo las aberrantes acciones de la condesa asesina sino también la operación de Penrose y su glosadora, ahora Pizarnik, esa operación de desplazar por lo bello lo condenable, el crimen sin justificación. Si bien en la literatura romántica, la muerte y la sangre, la belleza y el sufrimiento son un panegírico, no lo es el asesinato por el asesinato mismo. Caruso, sin proponérselo, con sus serigrafías hace justicia poética. La muerte es muerte, el asesinato es tal y las torturas son aberraciones, sus serigrafiados sudan el horror de los hechos contados soslayadamente en el texto de Pizarnik y a través de una paleta siempre roja y negra, con un preciosismo exquisito en el dibujo, cuenta lo que se ha querido esquivar: los crímenes espeluznantes y diversos retratos de su ejecutora, donde su imaginario vuela a contarla cada vez como un monstruo.
En las acuarelas que componen El eco de sus muertes, Caruso cambia el registro. Afirma: “Elegí las acuarelas para la poesía porque me permitían trabajar con otra clave tonal y mantener el dramatismo de los serigrafiados. Al hablar del mundo infantil, necesité aplicar otros colores y salirme del rojo dominante en La condesa… Trabajé con la obra completa de la poesía, traté de darle una secuencialidad propia a partir de los personajes que Pizarnik presenta en sus poemas. Tomé algunos poemas, pero al crear la obra no la pensé expresamente como un acompañante, los hice dialogar con otros poemas y allí surgió mi propia obra. No ilustré en modo literal, trabajé como si cada una de mis acuarelas funcionasen de algún modo como espejos en el medio de dos poemas enfrentados entre sí”.
Sin duda, el espíritu de Alejandra impregna estos ecos creados por Caruso y justamente son ecos, desprendimientos no sonoros sino visuales de los poemas que permiten ejecutar otra obra, que funciona más allá del encargo de ilustrar. Y en eso consiste también la grandeza de Alejandra: presentar su obra como ofrenda para que otro artista, un varón apenas unos pocos años más joven que ella en el momento de morir, pudiera expresarse a través de su voz, encontrando la propia.

Fuente: Revista Ñ Clarín

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