LAS MAESTRAS NORTEAMERICANAS
Y LOS ESCORPIONES CORRENTINOS



CUADERNOS PRIVADOS.


Tal cual les habían vaticinado en Paraná, las dos maestras norteamericanas que llegaron a Corrientes en febrero de 1884 se encontraron con “tres meses de invierno y nueve de infierno”. Todos los días debían poner a secar las almohadas, colchones y ropa de cama humedecidas por la transpiración durante la noche; para leer o coser, a cualquier hora, se sentaban bajo un tul protector, aunque algunas veces debían abandonar el comedor expulsadas por las nubes de mosquitos traídas por el viento del Chaco. Comían resguardadas por las columnas de humo que emanaban de un fuego semiahogado colocado delante de la puerta de su habitación.
Con frecuencia vaciaban baúles y cajones para exterminar a las legiones de cucarachas, que según las memorias de Jennie Howard, una de ellas, alcanzaban el tamaño de una laucha y con similar apetito comían guantes y carteras. Sus compatriotas designadas para trabajar en Catamarca les contaban en sus cartas que las cucarachas regionales preferían los libros encuadernados de color verde, pero las dos bostonianas asignadas a Corrientes aseguraban que las suyas se engolosinaron con las encuadernaciones verdes de las obras de Dickens. Otros visitantes asiduos eran ciempiés, escorpiones y la nigua, un tipo de ácaro rojo muy pequeño que suele atacar los pies. Las maestras tenían terror a estos arácnidos desde que se enteraron que algunos lugareños, acostumbrados a caminar descalzos, habían tenido que amputarse varios dedos picados por la nigua. No menos impresión les causó enterarse de que las lavanderas no usaban jabón, insumo de lujo reemplazado por la bosta de caballo, que se colocaba en una bolsa puesta a remojar, junto con la ropa, en un charco junto al río.
Jennie Eliza Howard había nacido en Coldbrook Springs, Massachusetts, en 1845. Comenzó a trabajar como maestra apenas egresó de la Escuela Normal de Framingham, ya que su padre, un médico local, había muerto cuando ella tenía diez años y los recursos de su familia eran escasos. Enseñó en distintas escuelas de Massachusetts para costear los estudios de su hermano menor mientras postergaba la celebración de su boda. Cuando por fin estuvo lista para casarse, después de un largo noviazgo, su prometido murió. Inducida por el espíritu de aventura y por el desafío de trabajar en tierras “menos cultivadas”, unos años más tarde se unió a la cofradía de maestras contratadas por el gobierno argentino.
Durante los dos años en que Jenny y Edith Howe vivieron en Corrientes se produjo un levantamiento armado que las asustó algo más que los insectos chaqueños. En 1885 el coronel rebelde José Toledo exigió la renuncia del gobernador Derqui, lo que produjo una intervención armada de las fuerzas federales: el sonido de las balas que silbaban en la calle las obligó, durante varios días, a quedarse en cama, con las puertas trabadas y a oscuras. En sus memorias Jennie cuenta que “una horda de individuos liberados de la cárcel había hecho causa común con los revolucionarios, que se hallaban a seis millas de la ciudad con intenciones de saquearla”. Una noche escucharon un resonar de espuelas y tintineos de armas. Habían llegado las fuerzas del general Juan Ayala a restablecer el orden.
En la ciudad había sólo dos familias que hablaban inglés, a las que las maestras no veían con frecuencia, por lo que sus paseos las solían llevar al campo o a la selva. Cierta vez, durante una excursión al Chaco, en la margen opuesta del río Paraná, conocieron a una familia irlandesa que vivía en la espesura del monte, alejada de toda vecindad. El hombre les contó que había probado vivir en Inglaterra primero, pero que “los ingleses eran demasiado presuntuosos”; que luego había probado en Australia, donde había encontrado a sus habitantes “aún más tontos que los ingleses”; cuando fue a Estados Unidos, descubrió que los norteamericanos “pensaban demasiado en el dólar y eran muy embusteros”. Los argentinos, concluyó, “eran aún más embusteros que todos y, junto con otros pequeños detalles, de una dichosa cortesía”.
La Escuela Normal de Corrientes fue instalada en su propio edificio, cosa desusada, porque en la mayoría de las provincias funcionaban en varias casas particulares. Uno de los objetivos que se propusieron Jennie Howard y Edith Howe durante su gestión fue evitar que los sirvientes marcharan detrás de las niñas aristocráticas llevándoles los libros, ya que las familias distinguidas consideraban denigrante cargar con paquetes. Pese a la petulancia de las extranjeras en pretender cambiar nuestros modos de vida, se encuentren donde se encuentren hoy los espíritus de esas dos maestras de religión protestante, es mi deber hacerles saber que tal costumbre aún no fue modificada en la sociedad argentina.

Fuente: clarin.com

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