LOS SEIS AZOTES


Los seis azotes.

Por Laura Ramos

Como desafío al puritanismo de sus colegas protestantes (o en clave presumida, sin más), la maestra católica Mary Conway se presentaba en las funciones de ópera del viejo teatro Colón ataviada con un traje de cola de terciopelo negro con tantos frunces en su parte posterior que daba el efecto de contener un doble trasero. Un moño de raso color azabache se alzaba en la cúspide, como un perrito faldero que no pudiera dejar de seguir a su ama. El modelo, realzado con encajes españoles y un cuellito blanco con aire a la vez pagano y monjil, resaltaba entre el enjambre de vestidos de color rosa, blanco y marfil que lucían las discípulas de dieciséis y diecisiete años. Custodiaban este cuadro los padres de las niñas, vestidos de rigurosa etiqueta. Las alumnas de la Escuela Americana de la señorita Conway, lo más granado de las familias patricias de Buenos Aires, ocupaban tres palcos, y su maestra paseaba de uno a otro: “Soy tan conocida aquí que una carta dirigida simplemente a ‘Miss Conway, República Argentina’, me llegaría”, escribió a su hermana en 1885.
Mary Elizabeth Conway fue una de las cinco maestras católicas que fueron contratadas en Estados Unidos por iniciativa de Sarmiento. Su padre había emigrado con su esposa y sus hijos desde Irlanda hasta la ciudad de Rochester, Nueva York, pero sus negocios ferroviarios no obtuvieron el éxito que esperaba. Aunque obtuvieron una buena educación en el colegio católico Sacred Heart, al terminar sus estudios Mary y su hermana mayor se debieron enfrentar con la tarea de sostener a su familia. De modo que cuando llegó el ofrecimiento de trabajar en Sudamérica -Sarmiento pagó salarios extraordinariamente altos a las maestras extranjeras- Mary aceptó de inmediato.
Sin embargo, pareció encontrarse muy a disgusto en la provincia de Tucumán, adonde la destinó el gobierno argentino. Ella carecía del celo misional de sus compatriotas protestantes, sugiere con poca ecuanimidad Alice Houston Luiggi, que por lo visto no era adepta al catolicismo, en su biografía 65 valientes. Sarmiento y las maestras norteamericanas .
Las cartas de Miss Conway delatan que sobrellevaba con escaso entusiasmo las precarias condiciones sanitarias de la provincia: “Yo dejaría de buena gana, si pudiera hacerlo honorablemente, el puesto del gobierno”. Una foto, tomada en Tucumán en 1878, la muestra joven y regordeta, con rostro altivo y triste, arrastrando una cola de seda… ¿o de gasa? por un piso que no muestra estar alfombrado, encerado o tener una ornamentación que haga honor a sus faldas plisadas, a sus preciosas enaguas.
Fueron los mosquitos portadores de la malaria, que infectaban las plantaciones de caña de azúcar, quienes le quitaron el desasosiego. En junio de 1878, atacada de paludismo, obtuvo la licencia que deseaba. Viajó a Buenos Aires, donde fue recibida por la directora de la Escuela Americana, la señora de Trégent, norteamericana y católica. La señora de Trégent, también traída por Sarmiento, había trabajado en una escuela para huérfanos, colmada a causa de la epidemia de la fiebre amarilla de 1871, y en dos escuelas normales. Con la ayuda de un grupo de damas de la sociedad porteña fundó una escuela privada que en 1877 anunció su apertura en el diario Buenos Aires Herald: la Escuela Americana recibiría, en su edificio de Reconquista 270, señoritas para los cursos primarios, intermedios y secundarios. El régimen aceptaba pupilas, medio pupilas y externas.
Ya hospedada en casa de la señora Trégent, en Reconquista 4, e incorporada al colegio, Miss Conway confesó a su hermana su alivio por haberse alejado “de los infelices, semianalfabetos y llenos de prejuicios adeptos al credo Bautista de las escuelas primarias de Boston y de las advenedizas Universidades del Oeste”. Su pluma malévola aludía a sus compañeros protestantes de Tucumán, Sarah Boyd y la familia Stern.
Seis meses después de haber llegado a Buenos Aires, una hemorragia cerebral atacó a su anfitriona. Temiendo que los padres retiraran a las alumnas de la escuela, Mary Conway ocultó la enfermedad de la directora: impartía sus clases durante el día y cuidaba a la enferma por las noches. Un mes después, la señora de Trégent murió sin que su falta fuera notada en demasía. Al día siguiente, el presidente Avellaneda y un futuro presidente, Manuel Quintana, acudieron a ofrecer su ayuda para que la institución no decayera.
A comienzos de 1880 los humos de Mary Gowland estaban a la altura de la época: la exigencia de su escuela en cuanto a modales y comportamiento era tan rigurosa como deseaba, y ya ni se hablaba de admitir a alumnas protestantes o que no pertenecieran a los círculos aristocráticos. Hacía tiempo que no necesitaban publicar avisos para atraer alumnas de habla inglesa: habían conquistado a la Argentina patricia.


 Fuente: clarin.com

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