LA PRIMERA CLASE EN EL BARCO A CHERBURGO

La primera clase en el barco a Cherburgo
Por Laura Ramos

Los viajes a Europa de la familia Ocampo pueden ponerse en el mismo álbum de filatelista en el que se atesoran los relatos de viajes de Lucio López, de Miguel Cané o de Sarmiento, pero las páginas de los Ocampo deberían, al menos, estar orladas de hilos de oro. En 1896 la familia Ocampo se embarcó en el puerto de Buenos Aires a bordo de un barco alemán con destino a Cherburgo, apunta María Esther Vázquez en su biografía Victoria Ocampo . Integraban la comitiva los padres, Manuel Ocampo y Ramona Aguirre, conocida en la familia como la Morena, las niñas Victoria, Angélica y Pancha, una tía abuela y varios “sirvientes” cuyos nombres no se identifican. Probablemente fueron varias niñeras, porque la hija mayor, Victoria, sólo tenía seis años, y unos meses después, en Francia, nació Rosa, la cuarta niña. En la bodega del barco los Ocampo llevaban varios cajones de pollos vivos (que nunca verían Cherburgo), alimentos suficientes para la travesía de un mes y dos vacas para el abastecimiento diario de las niñas.
Vivieron un año en Europa: en Londres, Ginebra y Roma, pero la mayor parte del tiempo en París, donde las menores aprendieron a hablar francés. Y a escribirlo: “El alfabeto en que aprendí a leer era francés, igual que la mano que me ayudó a trazar las primeras letras y la pizarra en que aprendí a escribir los primeros números”, escribió Victoria en sus Memorias . A la vuelta, la tía abuela y madrina de Victoria, “Vitola”, quiso darle a sus nietas una educación lo más esmerada posible y contrató a una maestra francesa considerada “un pozo de sabiduría”: Mademoiselle Alexandrine Bonnemason, con el propósito de que les enseñara literatura, historia, religión y matemática en francés. Parece ser que Mademoiselle tuvo que librar un verdadero combate para conseguir captar la atención de Victoria, la más malcriada de sus discípulas,: “Este combate singular, escribió Victoria, tuvo lugar entre mis ocho y mis diez años. Cuando tuve veinte, Mademoiselle continuaba ejerciendo la dictadura en casa y ponía cara a la pared a mi hermana más chica, Silvina. Yo acababa de escapar a su mandato. Aparte de lo que nos enseñó… no me pareció merecer su reputación de un pozo de ciencia cuando estuve en edad de juzgarla”.
Del mismo rigor, aunque con más agudos grados de despotismo, eran los métodos educativos de la profesora de piano, una circunspecta dinamarquesa llamada Berta Krauss. Las alumnas la esperaban al pie de la escalera, donde Miss Krauss hacía una parada para encerrarse unos minutos en el cuarto de baño mientras Victoria, respetuosamente y temblando de miedo, le sostenía su esclavina de piel (“parecía de carnero sucio”). Antes la había ayudado a bajar del coche “con una amabilidad que ya estaba pidiendo clemencia”.
De la obstinación y temeridad de Victoria a los nueve o diez años dan cuenta los dos huesos rotos de su brazo infantil. Cierta vez, para patinar con mayor velocidad en los patios de Villa Ocampo, untó con jabón la suela de sus zapatos, lo que le ocasionó una caída estrepitosa. Sin decir una palabra puso el brazo bajo una canilla para intentar paliar el dolor, sin conseguirlo. Esa tarde fue a pasear por Palermo con sus hermanas, y continuó callando su secreto. A la vuelta del paseo se cruzaron con el coche de caballos en el que venía la Morena, que notó el rostro contraído por el dolor de su hija mayor. Inmediatamente fue llamado el doctor Castro, pariente y eminente cirujano, que diagnosticó dos huesos rotos. Al acomodarle y ponerle una tablilla al brazo, quedó admirado por la valentía de la muchacha. Ella declaró, años más tarde, que no se trataba de valor: había temido que si se delataba, el cirujano le cortaría el brazo. Pero la fama de su arrojo ya se había instalado en la familia. Con tal temperamento se topó Mademoiselle Bonnemason.
Las clases diarias de francés se impartían en Villa Ocampo, propiedad de Vitola, quien dejó la mansión en herencia a Manuel Ocampo y a la Morena con la condición de que, al morir, ellos se la cedieran a Victoria. Los libros de francés se distribuían en la mesa, cubierta por un hule, del cuarto de estudio que aún se mantiene en San Isidro. En ese cuarto se cumplían las severas penitencias y también se sucedían los ataques turbulentos de la profesora cuando Victoria se escapaba al sótano. Pero, en ocasiones, todo rencor quedaba borrado cuando ocurría el milagro y Mademoiselle se sacaba las gafas para restregarse los ojos y recitar unos versos de Racine y de Corneille que las fascinaba: “Del horror de una profunda noche...”.


Fuente: clarin.com

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