EL ANHELO DE LAS FORMAS SIMPLES
QUE REVOLUCIONÓ LA ARQUITECTURA

El gran urbanista ideó un proyecto para Buenos Aires y diseñó una casa en La Plata. Este mes se cumplen 50 años de la muerte de Le Corbusier.
Su paso por Buenos Aires produjo escándalo y polémica.

Casa Curutchet. La casa que hizo en La Plata.
   Casa Curutchet. La casa que hizo en La Plata.


Miguel Jurado

Pronto se cumplirán 50 años del 27 de agosto de 1965, aquella mañana en la que fallecía Le Corbusier, tal vez el máximo arquitecto de todos los tiempos. Setenta y ocho años antes, había nacido en Suiza, en la pequeña ciudad de Chaux-de-Fonds, donde construyó su primera casa a los 18 años. En ese entonces, todavía era Charles Edouard Jeanneret, recién en la década de 1920 adoptó el pseudónimo con el que se hizo famoso.
En 1929, con la nacionalidad francesa adquirida, el padre de la arquitectura moderna estuvo en Buenos Aires por primera y única vez, su presencia tuvo una modesta repercusión entre el público y los medios. Fue invitado por la Asociación Amigos de las Artes para dar un ciclo de 10 conferencias, al final, casi para llamar la atención, ofreció su visión de una Buenos Aires moderna. En ese entonces, Le Corbusier no era el prócer de la arquitectura que llegó a ser 20 años después. Era, sí, un hombre inteligente y provocador con miles de ideas nuevas. Su plan para Buenos Aires incluía 12 megatorres en el río con aeropuerto flotante y un barrio de monoblocks en lo que hoy es el Microcentro porteño. Fue un escándalo. 
Le Corbusier se había hecho famoso en todo el mundo por propuestas urbanas tan revolucionarias como esta, todas basadas en la creación de una ciudad vinculada a la naturaleza, al sol y al aire puro. Claro, todas incluían la demolición masiva de lo que él consideraba la vieja ciudad. En Buenos Aires, sus propuestas no prendieron de inmediato, pero dejaron una simiente que fue tomando cuerpo en las décadas siguientes. En la época de su visita, aquí, los que entendían de vanguardias urbanas y arquitectónicas eran pocos y la ciudad estaba orgullosa de su aspecto parisino. Justamente ese aire europeo de la arquitectura porteña escandalizaba a Le Corbusier. El maestro vio a medio construir la Facultad de Ingeniería de Avenida Las Heras, que aún sigue incompleta, y se espantó de su estilo gótico, le sacó una foto y dijo que era para su “colección de cosas absurdas”. 
En una de sus conferencias afirmó que esta era la ciudad “más inhumana” que había conocido. “He recorrido durante semanas sus calles sin esperanza”, dijo frente a un auditorio atónito, pero agregó una luz al final de túnel para dejar la puerta abierta a sus propuestas: “Sin embargo, ¿dónde se siente como aquí semejante potencial energético, la presión de un destino inevitable? Un gran destino”. No volvió a la ciudad, pero tuvo una influencia notable en su planificación años más tarde y construyó en La Plata la única casa con su firma de América.


Artista. Su espíritu creativo también se extendía a la plástica.
    Artista. Su espíritu creativo también se extendía a la plástica.
Buenos Aires fue la primera escala del viaje iniciático de Le Corbusier por el subcontinente y lo marcó a fuego. Después de la capital argentina, visitó Montevideo, San Pablo y Río de Janeiro. En cada puerto dejó un proyecto urbano revolucionario. El suizo venía de varios intentos fracasados de construir ciudades modernas y lo que realmente le atraía de ese viaje era hacer contactos para diseñar la capital de Brasil. Ese emprendimiento también se le escapó, pero en 1950 tuvo la oportunidad de diseñar la primera ciudad planificada de la India, Chandigarh en Pendjab.
La determinación de Le Corbusier por cambiar las ciudades de cuajo siempre fue notable, así como su espíritu mesiánico. En 1922, en París, presentó un proyecto para una ciudad de tres millones de habitante que postulaba la descongestión del centro, el aumento de los edificios en altura con aeropuertos en las terrazas, más medios de transporte y más zonas verdes. Su idea fue olímpicamente ignorada.
Después del viaje por Sudamérica, con más bríos y seguro de que lo suyo era la polémica, Le Corbusier pisó el acelerador a fondo. En 1933 propuso la renovación del centro de París para mejorar el medio ambiente urbano y la eficiencia de la ciudad. Llamó a su proyecto la Ville Radieuse (la ciudad radiante). Una vez más, el suizo proponía demoler todo el centro de la ciudad, esta vez de París, lo que no le cayó bien a nadie. Sin embargo, los principios de su propuesta se convirtieron en modelo para los arquitectos jóvenes, que tuvieron su oportunidad después de la Segunda Guerra Mundial. “Yo me dirijo a los jóvenes”, proclamaba el maestro suizo y ellos eran los que sabían entenderlo.
En paralelo a su guerra de urbanista contra a la ciudad tradicional, Le Corbusier también era un arquitecto y un pintor de vanguardia. Después de sus iniciales (y abominables) casas en Chaux-de-Fonds, a los 30 años se mudó a París. Para ese entonces, ya había definido las principales ideas de su estilo revolucionario y las comenzó a publicar en revistas y libros. Su arquitectura había cambiado después de su viaje a Alemania, donde trabajó con los maestros modernos y trabó amistad con otro monstruo sagrado de la modernidad: el alemán Mies Van der Rohe. A partir de entonces, Le Corbusier comenzó a construir casas blancas, de formas simples y construcción sencilla.
La arquitectura de Le Corbusier defendía la funcionalidad y la pureza. Sus casas de las más elementales formas geométricas, elegantes y armónicas eran, sin embargo, un insulto para el eclecticismo dominante. La visión del suizo era muchas veces incomprendida. Hasta su esposa, Yvonne Gallis, cuestionaba sus creaciones. “Toda esta luz me va a volver loca”, dicen que dijo quejándose de los grandes ventanales que diseñó su marido para su departamento de la Porte Monitor, en París.
Conocedor intuitivo de las posibilidades de la comunicación, en 1926, durante un congreso de arquitectura moderna, Le Corbusier presenta su catálogo estético de lo que merecía llamarse arquitectura moderna. Los Cinco puntos de una nueva arquitectura para la nueva era: planta baja sobre pilotes; planta libre con estructura independiente que permitiera máxima flexibilidad funcional; fachada libre con columnas y vigas retrasadas respecto al frente permitiendo libertad compositiva; ventanas alargadas y terraza-jardín. Pero, sobre todo, lo que Le Corbusier ponderaba en ese documento era ‘la promenade arquitectónica': el edificio debía invitar a ser recorrido para ser entendido en su totalidad. Las casa blancas de Le Corbusier incluían cambios funcionales y estéticos avanzados para le época. Valoraba las instalaciones y las máquinas, al punto de dejar la caldera a la vista en el hall de entrada, algo impensado para los arquitectos clásicos, y bastante difícil de digerir hoy mismo.

Desde el Río. Así imaginó Le Corbusier, en 1929, la ciudad de Buenos Aires.
    Desde el Río. Así imaginó Le Corbusier, en 1929, la ciudad de Buenos Aires.





Sus obras seguían un elaborado sistema de proporciones basado en series matemáticas. Los investigadores aseguran que se inspiró en los conceptos de Leonard Da Vinci, como el número áureo y las series de Fibonacci. Lo cierto es que para la década del 40, Le Corbusier ya tenía un instrumento de su invención, el Modulor, que le permitían combinar proporciones y sistema métrico decimal a partir de las medidas del cuerpo humano. En 1946, se encontró con Albert Einstein en Princeton, cuando el suizo visitó los Estados Unidos para intervenir en el proyecto de la sede de las Naciones Unidas y se lo mostró. “Yo estaba pasando una etapa de incertidumbre y estrés -recordaría más tarde Le Corbusier-, me expresé confusamente, le expliqué el Modulor muy mal. En un momento, Einstein tomó un lápiz y comenzó a calcular. Estúpidamente le interrumpí y la conversación giró hacia otras cosas. El cálculo quedó sin terminar. El amigo que me había llevado se desesperaba”. Al día siguiente, Einstein le envió una carta destacando las virtudes del Modulor: "es una escala de proporciones que hace difícil lo malo y fácil lo bueno”. El Modulor fue publicado como un libro en 1948 sin demasiada difusión. Sin embargo, dio la vuelta el mundo y fue adoptado con entusiasmo por gran cantidad de profesionales jóvenes.
Para ese entonces, la arquitectura de Le Corbusier había cambiado. Ya no era el creador de prismas puros y superficies blancas. Poco a poco, el maestro de la Ville Saboye empezó a experimentar con el hormigón armado, los grandes parasoles y las masas pesadas y rústicas. En 1950 sorprendió al mundo con un nuevo manifiesto, algo nuevo incluso para él: la Capilla de Notre Dame du Haut, en Ronchamp, Francia. Era una iglesia en lo alto de una colina con un enorme techo de hormigón visto, gruesas paredes blancas con pequeñas ventanas de formas caprichosas y volúmenes pesados y curvos que parecían levitar. Le Corbusier había cambiado y el mundo de la arquitectura, que lo seguía al pié de la letra, cambió con él. Nacía el estilo Brutalista, como el que ostenta nuestra Biblioteca Nacional o el Banco de Londres, hoy Banco Hipotecario. De esa época y espíritu es la casa del doctor Curutchet en La Plata, la única de Le Corbusier en tierra americana, que demandó casi una década de construcción bajo la batuta de el argentino Amancio Williams.
El Le Corbusier que se ahogaba hace 50 años en las playas de la Costa Azul ya no era el vigoroso y polémico urbanista de la década del 30, ni el fanático de las proporciones áureas y las superficies blancas, ni tampoco el renovado artista que a partir de los años 50 jugaba con las formas, las texturas y los colores. En la playa de Roquebrune-Cap Martin, contrariando las recomendaciones de su médico, el Le Corbusier que se zambulló en el mar, nadó unos metros y sintió que le fallaba el corazón, era un prócer de la historia moderna, un anciano vital de casi 80 años que se había vuelto algo huraño pero que seguía -y sigue- inspirando a los espíritus jóvenes.


Fuente: clarin.com

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