"LA DUDA", UNA JOYITA EN RETIRO





El joven y el viejo. En Santa Fe y Maipú, inaugurada en 1906.
Por Eduardo Parise


En su entorno hay tanto para mirar (monumentos, edificios majestuosos, palacios históricos y una vegetación exuberante) que muchos pasaron frente a ella cientos de veces, pero nunca la vieron. Sin embargo, está allí desde hace más de un siglo, cuando una comisión la compró en Europa y la trajo. La idea era embellecer los espacios verdes porteños con esculturas importantes, algo que le faltaba a la Ciudad. Entonces, en 1906, la pusieron en la Plaza San Martín, en Santa Fe y Maipú, a unos metros del monumento al Libertador José de San Martín.
La obra no tiene grandes dimensiones y está casi a ras del piso. Pero tiene tanta fuerza que el frío mármol de Carrara que su autor usó para hacerla queda en el olvido con sólo mirarla. La escultura se denomina “La duda”, como puede leerse, en francés, sobre el pedestal que la sostiene. Y es obra de Louis Henri Cordier (1853-1925), hijo de otro escultor llamado Charles Henri Joseph Cordier (1827-1905), un hombre que perteneció a la École des Beaux-Arts de París y que, como queda a la vista, también supo trasmitirle su talento a Louis. Fue adquirida por Manuel G. Güiraldes, en 1905.
“La duda”, algo complicado de graficar con imágenes, muestra a un joven y a un anciano quienes, colocados sobre una roca, meditan sobre la lectura de una Biblia abierta, a la izquierda del joven. Este se encuentra en cuclillas, mientras que el anciano, arrodillado, parece estar buscando las palabras precisas para convencerlo de sus cuestionamientos al texto del libro. El gesto adusto del joven, que se refleja en un rostro que denota una actitud pensativa, es la mejor imagen para sintetizar lo que quiere mostrar el título de la obra: irresolución, perplejidad, vacilación. Es decir: la esencia de toda duda luchando entre dos propuestas diferentes.
Muchos creen que esas figuras esculpidas por Cordier tienen un simbolismo: dicen que equivalen al Antiguo y al Nuevo Testamento, algo que representan el anciano (con su brazo en actitud paternal colocado sobre el hombro del joven) y el muchacho, con su brazo izquierdo casi apoyado sobre ese libro abierto que contiene buena parte de la historia universal. Y aunque muchos pensaron que esa connotación religiosa iba a generar críticas porque significaba dudar de ellas, nunca hubo cuestionamientos. De todas maneras, la imagen no quedó exenta de algún desaprensivo que demostró no merecer el calificativo de persona y, como tantas otras en la Ciudad, sufrió algún ataque. Así, la que pagó el precio del vandalismo fue la mano derecha del anciano, que está mutilada.
Está claro que la Plaza San Martín es un lugar importante de Buenos Aires. Lo prueban las excavaciones que se están haciendo en un área del lugar para conocer el pasado de la Ciudad a través de objetos enterrados. También hay otros objetos que no están bajo tierra, aunque algunos tampoco los tengan visualizados. Uno de ellos es la estatua que recuerda a Leandro Alem (1844-1896), fundador de la Unión Cívica Radical. Fue inaugurada en 1925. Instalada en el cruce de la avenida Alem con la calle Maipú, la figura de bronce se levanta sobre una base de granito. Su autor es Pedro Zonza Briano, un escultor argentino que murió en 1944. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com

EL ARTE Y SU FUNCIÓN DE EMBELLECER LA GUERRA




Los artistas no sólo conmemoraron el belicismo y sus batallas; también lo acicalaron para curar las heridas de los hombres que padecieron o recuerdan los enfrentamientos.


Anghiari de Leonardo da Vinci. Victoria de los florentinos sobre los milaneses en el siglo XV .

Por Rafael Argullol

El que hubiera sido el espacio artístico más celebrado del mundo estaba dedicado a la guerra. Me refiero a las dos grandes pinturas murales encargadas por la Signoria de Florencia a Leonardo da Vinci y Miguel Angel para conmemorar las batallas de Anghiari y Cascina, con sendas victorias de las tropas florentinas.
Los encargos nunca llegaron a buen término, para desesperación de los patrones, que ya habían adelantado el dinero, porque Leonardo, según era frecuente en él, utilizó una técnica no contrastada de pintura al fresco, con el subsiguiente fiasco, y Miguel Angel, de acuerdo también con sus costumbres, se entretuvo durante mucho tiempo con los cartones preparatorios, sin decidirse a la realización final.
No podemos, por tanto, contemplar ese espacio único, pero sí hacernos una idea de la importancia constante de la guerra en la historia del arte. El Renacimiento no fue, desde luego, una excepción y tanto Miguel Angel como Leonardo, florentinos, habían tenido ocasión de aprender el tratamiento del combate realizado por Paolo Uccello, con sus tres variaciones sobre La batalla de San Romano.
Sin embargo, el Renacimiento italiano no hizo sino llevar a una extrema perfección la inmemorial tendencia artística a rememorar los hechos bélicos. Es una tendencia sin excepciones: de un lado al otro del planeta, en cualquier tradición mítica, en cualquier civilización, encontramos materializada la innata inclinación humana a mezclar la guerra con lo que con el tiempo hemos llamado arte.
Una visita al British Museum o al Louvre, con los bajorrelieves asirios y los frisos griegos, siempre va acompañada por el sonido de los tambores de guerra; y otro tanto sucede, por supuesto, cuando uno se pierde por las excepcionales salas del Museo Antropológico de México o por los pasadizos de la Ciudad Prohibida de Pekín. Si nos remontamos más atrás la herencia es la misma: junto a las escenas rituales y la caza, la guerra ocupa el testimonio central de las pinturas rupestres del Magreb o de la Península Ibérica.
Las razones no son difíciles de comprender si recordamos la función de la violencia en la historia humana, y la extrema cercanía entre sangre y poder. El arte conmemora y embellece la guerra, elevando a la épica lo que en su cotidianeidad fue horror, sufrimiento y muerte. Pero no hay que descartar asimismo una función catártica: representando la guerra el hombre ha querido, en cierto modo, curarse de sus heridas.
Y de hecho puede medirse el grado de libertad y generosidad de una cultura en el tratamiento artístico de los vencedores y de los vencidos. Las sociedades crueles quieren aplastar a los derrotados incluso en las representaciones mientras las sociedades libres –como la que se encarnó en la tragedia griega– tienden a igualar en el arte a vencidos y a vencedores, la actitud más noble que puede exhibir la condición humana.
Esta misión conmemorativa y catártica del arte con respecto a la guerra, estable durante milenios, se modifica notablemente en la época moderna. Consecuentemente con los tiempos de la movilización total, inaugurados por Napoleón Bonaparte y La Grande Armée, el arte, sin dejar de lado la función rememorativa, tenderá a convertirse en testimonio directo de los acontecimientos. Baudelaire considera, por ejemplo, a Constantin Guys el “pintor de la vida moderna”, entre otras cosas, por su participación en la guerra de Crimea como corresponsal bélico, avant la lettre .
Naturalmente, esta inclinación presentista del arte en relación a la guerra se acentúa de manera drástica con las nuevas tecnologías.
Es bien significativo que la recién inventada fotografía experimentara inmediatamente sus poderes en la Guerra Civil norteamericana. Desde ese mismo momento, la fotografía toma el relevo de la pintura en el vínculo privilegiado con la batalla, si bien esta última nunca abandona su vertiente conmemorativa y catártica, de la que son una buena muestra los cuadros expresionistas alrededor de la Primera Guerra Mundial o el Guernica de Picasso. Con todo, en el siglo XX son la fotografía y luego el cine los encargados de transmitir y multiplicar los efectos bélicos ante una humanidad azotada por una violencia masiva sin precedentes.
Nuestra última centuria es barroca, una ópera negra que se encarna en multitud de obras maestras, de las que Apocalypse Now de Coppola sería una buena muestra.
Sin embargo, en algún sentido también es abstracta y, así, la captación del hongo atómico fue brutalmente depurada, como una aparición, como un espectro. Mondrian hubiera podido pintar lo que captaron las cámaras en Hiroshima, o, mejor, Malevich. Una imagen pura con efectos devastadores. Todavía hoy hay una escuela de pintura japonesa dedicada exclusivamente a ellos.


Fuente: Revista Ñ Clarín

EL ADIÓS AL SUEÑO (NORTE)AMERICANO,
SEGÚN SUS MÁS GRANDES ARTISTAS




De Warhol a Nan Goldín y de Basquiat a Paul Mc Carthy, "Bye, bye, American Pie", una muestra contundente en el Malba.


Peso pesado. Jean-Michel Basquiat, presente con esta obra de 1984.
Con una muestra cargada de los peso-pesados  del arte norteamericano – artistas importantes  como Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol (de quienes, se dice, fueron pareja), Jenny Holzer, Barbara Kruger, Nan Goldin y Larry Clark, entre otros,  el Malba abre el año con “Bye Bye American Pie”. Curada por el joven canadiense Philip Larrat-Smith –recientemente incorporado al Malba como “curador del programa internacional”– quien mira todo a través de una lupa psicoanalítica. Y cuando digo todo, es, prácticamente, una sola cosa: el arte estadounidense. ¿Pero acaso nos interesa a nosotros, en Buenos Aires, una lectura de este tipo de los artistas norteamericanos? Sí, claro que nos interesa. Porque, por un lado se dice que somos el país más psicoanalizado del mundo; pero por otro, tenemos curiosidad por ver las obras de estos “grandes popes” mundiales, y comprobar si realmente nos convencen.
La exposición que propone Larratt- Smith es una lectura crítica y bastante pesimista de un arte –el estadounidense– al que, generalmente, si bien se le vienen haciendo durante los últimos años algunas lecturas vinculadas al psicoanálisis, esas lecturas, decíamos, quedan tan sólo en los textos académicos, no se las traduce al “formato exposición” (y esta es la astucia de este curador). Por eso es interesante ver estos “experimentos” de Larratt- Smith. Y parece ser que acá, en el Malba, el canadiense encontró carta libre a sus juegos. Para comprender  “Bye Bye American Pie” –el título de la muestra es el de la canción americana del 71´, de Don Mc Lean, que refiere al final de la edad dorada estadounidense luego de la Segunda Guerra Mundial, “chau, chau, tarta de manzana con canela”, chau, postre típico de las familias estadounidenses y reglamentario del ejército americano durante las Guerras Mundiales: chau, dulzura.
Voy a empezar por el final, por su obra más fuerte: esos dos grandes robots de George Bush, hechos de silicona pegajosa y rosada –estilo chicle–,  mal terminados, que están haciéndole el amor a… dos chanchos. Se mueven continuamente, tal y como cuando uno está con una pareja. Claro que éste es un grupo, hay “animales” y “humanos”, y son robots, por lo que se escucha el contínuo “ssszzzz…ssszzzzz….” de las máquinas que los hacen funcionar. La obra –“Tren, mecánico” porque los personajes están enfilados como en trencito- es un conjunto de cuatro chanchitos rozándose, digamos, y dos Bush “impulsando”, “activando” la cosa.“Tren…” –el autor es nada más y nada menos que Paul Mc Carthy– plantea la escena en clave metáforica, “una imagen de lo que Bush le ha hecho al mundo”, dice Larratt- Smith. Mc Carthy la recrea tal y como si se trataran de personajes de Disney.
Pero en esta muestra hay otros palazos a la realidad norteamericana de los últimos cuarenta años. Como pasa con la obra de Jenny Holzer, simples carteles con frases al estilo “leyendas” (“Deberías limitar el número de veces que actuás en contra tuyo, como cuando dormís con personas que odiás”, por ejemplo). O las “pinturas-carteles” de Barbara Kruger (“No lo suficientemente cruel, no lo suficientemente hombre, no lo suficientemente bello, no lo suficientemente patético”). La obra torturada, tortuosa, metálica, –“Estructura de toldo con pollo”– de Cady Noland. Y los increíbles diamantes, piezas preciosas, corazón mismo de la muestra y del arte del S XX: las polaroids –tan simples, tan potentes– de la gran, gran Nan Goldin. “Mi obra surge de la espontánea”, declara la artista, “es la forma de fotografía más definida por el amor”. De un amor que llega a ser como puede, con el último aliento; pero que es.
Al final, lo que se ve en esta muestra es un poco lo que pasa en todos lados: con lo que queda de la Historia, uno va haciendo de su pequeña vida lo que puede. Arreglándoselas. Chau, dulzura de la tarta de manzanas. Chau. Señores, bienvenidos a esta muestra.


Fuente: Revista Ñ Clarín

JUEGOS QUE TODOS JUGAMOS





El mundo de la infancia y sus juegos reviven como un sueño en una muestra de Claudio Gallina, que evoca con nostalgia la mirada ávida y curiosa con que los chicos observan la realidad. Pero no esquiva su relación con la crueldad.
Por Marina Oybin

La sala doce del Centro Cultural Recoleta se ha convertido en una cápsula del tiempo que lleva sin escala a la niñez. De eso sabe bien, no hay dudas, Claudio Gallina, que en esta serie de pinturas, tintas, instalaciones y objetos, abandonó las escuelas y los interiores de sitios reales como el Metropolitan de Nueva York o el Palacio Farnesio –que en sus obras eran más bien espacios ficcionales– y se metió con paisajes fantasmagóricos, hechos a partir de fotos, que por la luz del sol pleno, de nuevo, parecen irreales. Son como ilustraciones de cuentos que uno intuye sin happy end . Ahí está la pintura “Calesita retro”, de metal, inestable. Hay también un subi y baja hecho con pupitres intervenidos con liquid paper y materiales varios por los chicos, que Gallina viene usando hace tiempo. Los impactos de gomera taladran pinturas, tintas, cuadernos, transforman a ese hombre árbol de fábula de una inolvidable pintura en blanco móvil de la cándida violencia infantil. No preocuparse: son sólo agujeros que moldearán esos cuerpos como de arcilla, frágiles y al tiempo pura potencia: cada huella irá amasándolos. Como a ese niño Cristo en papel que hace equilibrio entre casitas, un tema que hace tiempo captura al artista: el sueño, nada menos, de la casa propia. Y en la pared continua, de un golpe, nos lleva a la alegría de una chica colgada de un arnés hecho a puro garabato.
Cuenta Gallina que esta nueva serie está inspirada en el libro Homo Ludens, de Johan Huizinga, “y en el juego como hecho cultural, como una forma de relacionarse, como límite entre la niñez y la adultez. El juego es más que un fenómeno meramente fisiológico, es una función llena de sentido”, dice Gallina, quien se propuso investigar la psicología del juego, su espíritu competitivo, las relaciones de poder que oculta y su impacto en los vínculos interpersonales.
En ese camino, Gallina, que hace años viene poniendo el foco en los chicos, se metió con aristas poco edulcoradas de lo lúdico, con recuerdos cero naïf. Si uno le pregunta qué recuerda de la infancia, no duda: “La absoluta libertad, la vida en la calle”. Y sigue: las exploraciones por ese Palermo nada fashion donde creció. Y, claro, la escuela: desde la primaria hasta Bellas Artes, siempre pública.
En las obras de Gallina los temas más personales siempre se cruzan con los sociales: en una pintura de principios de 2000, por ejemplo, entre los chicos de la fila del colegio emerge la silueta de un desaparecido; en otra, un piquete en plena aula detiene la escena infantil. En “Esperando una respuesta” (2005), un gran óleo sobre tela, el foco está puesto en la crisis de la educación y en “Pizarroncito”, los problemas de matemática para resolver incluyen cuestiones sociales de coyuntura y otras más estructurales sobre la distribución del ingreso.
En sus obras anteriores, Gallina jugó con la estética de ilustración de manual, escribió copiando la caligrafía de los chicos. Nos llevó, junto a los personajes, escaleras arriba para dibujar o formar torres humanas y saltar sin red hasta el cielo de una rayuela infinita. Entre pupitres y monigotes, los chicos se deslizaban sobre pizarrones pura mancha expresionista o se lanzaban de los balcones. Hay en esa serie de obras juego compartido y, al tiempo, soledad. La arquitectura real se confunde con el mundo mágico de esos chicos, donde hay alegría, sí, pero donde habita también una profunda pena. En ese espacio fronterizo el juego hace perder la razón mientras el disciplinamiento institucional anestesia los sentidos.
Con escaleras interminables y alumnos empequeñecidos ante pizarrones monumentales, en otras obras el artista logró meternos en la piel de los chicos. Si el lector volvió alguna vez a las aulas de su colegio primario o secundario recordará la increíble sensación al constatar que esos pupitres y pizarrones que parecían enormes, eran en realidad diminutos. Que el patio y la escuela eran más chicos que lo que recordábamos.
Los chicos de sus pinturas lucían guardapolvos blancos impecables (pueden recordar a los delantales blancos, almidonados, de Santoro: inolvidables exoesqueletos protectores). Chicos de clase media que alguna vez apostó con fuerza a la escuela pública. Están los cuadernos tapa dura tela araña azul que las madres conservaban como tesoro. Los cuadernos intervenidos por Gallina son una joyita. Un golpe emocional a primera vista: ahí está ése que fuimos y que hoy somos incapaces de reconocer.
Si bien el juego está presente en las obras anteriores del artista, en esta serie el foco ya no son las aulas: los chicos se meten en paisajes ficcionales, se eyectan del aula, dejan el guardapolvo en casa. La imagen es menos exuberante. Y aunque Gallina no se priva de usar una variedad de materiales que van desde grafito hasta acrílicos, desde tintas hasta pupitres, el resultado da la impresión de una mayor economía de recursos plásticos, de una síntesis. La paleta y la luz son diferentes a las de sus trabajos previos, pero la sensación que experimentamos, esa de meternos en el submundo de la infancia, extraño mix de candidez y tristeza, permanece intacta.

FICHA
Homo ludens

Lugar: Centro Cultural Recoleta (sala 12), Junín 1930.
Fecha: hasta el 8 de abril.
Horario: lunes a viernes, 14 a 21; sábados, domingos y feriados, 10 a 21.
Entrada: gratis.

Fuente: Revista Ñ Clarín

LA BOHEMIA PROLETARIA EN EL TEATRO COLÓN

 

Cuadernos privados



Cuadernos privados
Por Laura Ramos

Otra vez, el escenario de las correrías de la clase patricia es el Teatro Colón. ¿Será la categoría de experiencia que no puedo menos que otorgar a mis visitas al Colón la que me impulsa a volver una y otra vez a escribir sobre el teatro dorado y escarlata, italiano, argentino y francés? Pero mi teatro Colón -el del telón de Guillermo Kuitca, el que me hace llorar de emoción los domingos a la mañana, cuando voy a las funciones gratuitas del Salón Dorado después de los after hours de las discotecas, impregnada aún del olor del alcohol y de la ilusiones perdidas -no es el mismo Colón de Eugenio Cambaceres, el gran escritor dandi de la generación de 1880. En el apogeo de la ilusión capitalista de la Argentina de fines de siglo XIX, de su entrada triunfal al mercado mundial y a la modernización, fueron necesarias, dice Josefina Ludmer, las fábulas de identidad nacionales. Había que narrar el presente para constituir una identidad. El Estado liberal clamaba por cuentos de educación y de matrimonio que moldearan su figura. Y el Teatro Colón fue el decorado natural de la nueva ciudad moderna y modernizadora.
La novela Sin rumbo , de Cambaceres, transcurre entre el Teatro Colón, el Club del Progreso y una estancia de La Pampa. Andrés es un joven cínico, violento y entristecido de la aristocracia porteña, sin ambiciones ni motivaciones para vivir, un dandi amargo y suicida. Un digno hijo del ganado y de las mieses, diría mi padre. El Colón de don Andrés es el de la ópera Aída , una platea bañada por la luz cruda del gas y una cazuela que le evoca una gran jaula de urracas, el Colón de “la raya sucia del paraíso”. Para mí, en cambio, el paraíso, ubicado en el último piso del teatro, cerca de la cúpula pintada por Soldi, pertenece a la escenografía de los cuentos de adolescencia de mi madre, de la bohemia proletaria que lustraba los centavos cada comienzo de mes para ir a escuchar -tirados en el piso, cerraban los ojos para oír mejor- la sinfonía número 40 de Mozart.
Para el escritor del Estado liberal, el paraíso se representa en “la espantosa, atroz, infernal explosión de ruidos del ambiente de los inmigrantes italianos del Colón”. El teatro Colón y el Club del Progreso son motivos literarios en el aristócrata Cambaceres, y es su amigo Miguel Cané quien define su papel entre la juventud ilustrada de la época: “Esa avant scéne ! Eugenio Cambaceres, con el atractivo de su talento, de su gusto artístico, de su exquisita cultura, de su fortuna, de su aspecto físico, pues todo lo tenía ese hombre que parecía haber nacido bajo la protección de un hada bienhechora, era el jefe incontestado”.
Don Andrés busca refugio, en su amarga misantropía, en las frivolidades y halagos que le brinda la vida ligera del soltero, su belleza nórdica -rubio, ojos azules, de alta estatura- y los beneficios pecuniarios de la estancia paterna. Sus aventuras transcurren en los clubes, en los salones de juego, en los teatros, y sobre todo en las bambalinas: “en el comercio de ese mundo aparte, donde el oficio se incrusta en la costumbre y donde la farsa vivida no es otra cosa que una repetición grosera de la farsa representada”.
El patroncito Andrés convierte al palco del Colón en una garconniére hasta el punto de enamorarse de una prima donna , Marietta Amorini, que se llama como una griseta de Honorato de Balzac. Pero su enamoramiento es fugaz, y le sigue un hastío tal que le acomete la idea del suicidio. Su hermano literario Genaro Piazza, el héroe raído, pobre e inmigrante de la otra novela de Cambaceres, En la sangre , es tan cínico y violento como su colega estanciero, y ambos, el patricio y el inmigrante, profanan con su lujuria el palco del Colón.
A diferencia de los liberales que nacieron en el exilio, Cambaceres, como Lucio V. Mansilla, experimentó el rosismo y su cultura popular. Pero además Cambaceres vivió en París. Esa combinación entre lo criollo y lo europeo es una de las marcas de la “alta” cultura. Cambaceres y Mansilla, cuyos padres hacían fortuna bajo el régimen de Rosas mientras que sus colegas perdían las suyas en el exilio de Montevideo o Chile, fueron una especie de aristócratas criollos, dice Ludmer. Y su obra literaria, si seguimos esa lógica, podría ser consagrada como la escritura aristocrática latinoamericana del siglo XIX.


Fuente: clarin.com

HALLAN RASTROS ARQUEOLÓGICOS
DE LA ANTIGUA BUENOS AIRES


Cinco siglos de historia bajo Plaza San Martín. Encontraron objetos de la vida cotidiana de los porteños desde el siglo XVI. Para eso, hicieron un foso de 3,25 metros cerca de Libertador y San Martín. Hay vajilla, juguetes o partes de construcciones y cimientos.


LOS AÑOS QUE SE MIDEN CON OBJETOS. EN LA EXCAVACIÓN DE LIBERTADOR Y SAN MARTÍN SE ENCONTRARON LOS RESTOS DEL HOTEL RETIRO, PERO TAMBIÉN PLATOS, UN PORRÓN DE CERVEZA Y HASTA DE UNA MUÑECA DE PORCELANA. EN OTRA ANTERIOR, SOBRE ARENALES, HALLARON CERÁMICAS DEL SIGLO XVI.  
En un foso de 3,25 metros de profundidad, se resumen cinco siglos de historia de la Ciudad. Desde la tosca de la orilla original del río hasta los cimientos de un antiguo hotel que fue demolido en los años 30. Entre la tierra, aparecen objetos: cerámicas, mayólicas, huesos. Todo esto fue hallado en menos de un mes , en las excavaciones que realizan en Plaza San Martín los arqueólogos de la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico, dependiente del Ministerio de Cultura porteño.
A metros del Monumento a los caídos en la guerra de Malvinas, en San Martín y Libertador, un pequeño obrador resguarda el foso que sirve de puerta al pasado de Buenos Aires. En el piso se observa la tosca del antiguo lecho del río, que antiguamente llegaba hasta la avenida Alem. Algo más arriba se identifica el perfil de un piso oscuro, quizás de la época colonial . Y un metro por encima se ven los restos chamuscados de la quema, que eran utilizados como relleno para ganarle espacio al río.
“El primer relleno trascendente de la Ciudad se hizo en 1855 en la Plaza Fuerza Aérea Argentina, donde hoy está la Torre de los Ingleses. Y se hizo para construir la usina de gas de alumbrado”, cuenta el arquitecto Néstor Zakim, del Instituto Histórico porteño.
En el medio de la pared de tierra del foso, asoma un plato . Más abajo hay una pared de ladrillo y un piso del Hotel Retiro, que funcionó sobre Alem desde fines del siglo XIX hasta 1936, cuando fue demolido para ampliar la plaza. Este hotel recibía a los viajeros del ferrocarril que desde 1863 unía Buenos Aires con Rosario, y que luego se convirtió en el Mitre.
Este es el segundo punto de la plaza donde se excavó: el primero fue en Libertador y Juncal, donde se toparon con lo que creen que fue el basural de una casa. En ese lugar hallaron los pedazos de cerámicas españolas hispano-indígenas, que datan del siglo XV, y mayólicas españolas del siglo XVII.
Se excavó en estos lugares porque, hasta su demolición a partir de 1934, allí había dos manzanas construidas. En esta hectárea se desplegaban viviendas, edificios municipales y, además, estaba el hotel Retiro. Estas manzanas estaban divididas por la diagonal Falucho. Fueron eliminadas para ampliar la plaza siguiendo un diseño de Carlos León Thays, hijo.
“Están apareciendo objetos de la vida cotidiana, que sirven para conocer a qué jugaban, qué comían o qué tomaban los antiguos porteños”, detalla Ulises Caminos, el arqueólogo jefe de la excavación. En una mesa de trabajo montada en un contenedor, se despliegan algunos hallazgos. Como la cabeza de una muñeca de porcelana, peinada con rodete, posiblemente de origen inglés o francés. O una ficha de dominó hecha en hueso , que dataría del siglo XIX. También hay fragmentos de vajilla. Y trozos de un porrón de cerveza marca Glasgow-Kennedy, que se fabricó entre los siglos XIX y XX. Además, los arqueólogos hallaron partes de un patio de fines del siglo XIX, que ahora planean reconstruir . Y un trozo del antiguo adoquinado porteño que, se cree, llegó al lugar como material de relleno.
Todavía falta avanzar en ponerles una fecha más precisa a los descubrimientos e interpretarlos. “Encontramos varios pedazos de huesos, sobre todo de cordero. Esto nos permite deducir que esa carne se consumía más que la de vaca”, ejemplifica Caminos.
Hace diez días, los técnicos del Ministerio de Desarrollo Urbano también exploraron la plaza con un georadar. Este aparato funciona con impulsos electromagnéticos, que catean el terreno hasta una profundidad de 30 metros. “Es como una ecografía –explica el director de Planeamiento de la Ciudad, Fernando Alvarez de Celis–. Permite ver en tres dimensiones dónde cambian los distintos usos del suelo. Ya relevamos la plaza y ahora, hay un equipo interpretando las imágenes”.
El objetivo es detectar otros rastros del valioso pasado de la plaza (ver recuadro). “Si de esa información surge la posibilidad de lograr más hallazgos, seguiremos buscando –anticipa el ministro de Cultura porteño, Hernán Lombardi–. Esto es arquitectura urbana de proximidad: permite conocer más sobre la vida cotidiana de varias generaciones de porteños”.

UNA ZONA REPLETA DE LEGADO PORTEÑO


La Plaza San Martín fue diseñada en 1860 por José Canale y remodelada en los años 30 del siglo XX por Carlos Thays hijo. Su historia está ligada a la de la Ciudad. Dicen que en el siglo XVI, en estos alejados terrenos costeros se retiró un criminal llamado Sebastián Gómez, que llegó con Pedro de Mendoza. Para redimirse, levantó una ermita y una gran cruz. Otros afirman que la cruz fue puesta por Garay, para marcar el límite de la Ciudad. La Ermita de San Sebastián ya aparece en un plano de mensura de 1608.
En 1692, en las actuales Arenales y Maipú el gobernador Agustín de Robles construyó su quinta El Retiro, de 39 habitaciones. En 1703, se la vendió el comerciante Miguel de Riglos, que se la alquiló a la compañía “Guinea de Esclavos”. Y en 1718 la vendió a la South Sea Company. Ambas usaron la casona como barracón y mercado de esclavos. La quinta fue expropiada en 1739.
Por su ubicación estratégica, desde 1773 en el sector de la plaza cercano a Maipú y Florida se instalaron distintos cuarteles. Allí se alojaron la Escuela Práctica de Artillería, los Dragones y los Húsares. Y en 1812, en uno de ellos San Martín entrenó a sus Granaderos a caballo. Por entonces, el lugar se llamó Plaza de Marte En 1801, donde hoy está el monumento al Libertador se inauguró una plaza de toros para 10.000 espectadores, que funcionó hasta 1819. En ella, en 1806 se concentraron las tropas de Liniers, en la primera invasión inglesa.
Los cuarteles fueron retirados en 1883. Y en 1891, en la Plaza San Martín se montó el Pabellón Argentino que, en 1889, había estado junto a la torre Eiffel en la Exposición Universal de París. La estructura de hierro y vidrio, diseñada por Albert Ballú, albergó al Museo de Bellas Artes hasta que, en 1933, fue desguazada.
Fuente: clarin.com


RESUCITA EL TITANIC, A 100 AÑOS DE HUNDIRSE



El transatlántico más famoso y trágico volvió a levar anclas en la inauguración del Belfast Titanic, un espectacular centro interactivo situado junto a los astilleros donde nació el mito.




Belfast, Reino Unido - Cien años después de iniciar su primer y único viaje, el transatlántico más famoso y trágico del mundo volvió a levar anclas en la inauguración del Belfast Titanic, un espectacular centro interactivo situado junto a los astilleros donde nació el mito.
El Belfast Titanic está en el llamado Barrio del Titanic, el proyecto turístico más ambicioso jamás emprendido por las autoridades de Belfast y en el que destaca un impresionante edificio diseñado por la firma de arquitectos Civic Arts y Eric R Kuhne & Associates que, con el tiempo, se convertirá, sin duda, en un icono de la ciudad.
Es la respuesta de la capital del Ulster al museo Guggenheim de Bilbao o el Empire State de Nueva York, según comenta con orgullo Claire Keenan, de la Oficina de Turismo de Irlanda del Norte.
La fachada de este moderno centro de interpretación de seis plantas y 14.000 metros cuadrados tiene la forma de cuatro proas, todas de la misma altura que tenía el auténtico Titanic desde la quilla hasta la cubierta.
Ya en su interior, el visitante inicia un emocionante viaje por las nueve galerías de interpretación que explican la historia del mítico transatlántico, en su día el objeto móvil más grande del mundo.
Su inauguración corrió a cargo del ministro principal norirlandés, el unionista Peter Robinson, y su adjunto en el Gobierno de poder compartido, el nacionalista Martin McGuinness.
Ambos líderes destacaron la espectacularidad del edificio y, como el del propio Titanic, la magnitud de un proyecto con el que Irlanda del Norte quiere representar una nueva era de paz y prosperidad a través "del evento turístico más importante del mundo en 2012", en palabras de McGuinness. 
A los dos políticos les observaba de cerca un invitado de honor, el norirlandés Cyril Quigley, quien, a sus 105 años de edad, recordó el día que presenció la botadura del barco en los astilleros de Hartland & Wolf.
Su historia es una más de las muchas que se cuentan, se ven, se escuchan y se viven en primera persona en el Belfast Titanic, que "no es un museo", como insisten los guías, sino una "experiencia multisensorial" que sobrecoge al visitante.

Miniatura del Titanic expuesta en el centro interactivo de  Belfast... AFP
 
Miniatura del Titanic expuesta en el centro interactivo de Belfast. AFP


Conmueve, por ejemplo, usar las pantallas modernas táctiles de la Galería 7 para conocer las consecuencias de la tragedia, recorrer la lista de pasajeros y encontrarse con el ocupante de primera clase Víctor Peñasco y Castellana, de 24 años, uno de los tres españoles que falleció en el hundimiento del Titanic el 15 de abril de 1915.
Antes de llegar a esa sección el visitante ha pasado ya por otras seis galerías en las que podrá pasearse por la Belfast de principios de siglo, ya agitada por su división religiosa y política, o participar en la construcción del Titanic.
Son las entrañas del mismo astillero, donde se puede vivir en primera persona todo el proceso en un recorrido por los muelles, con imágenes en vídeo filmadas hace cien años, modelos de tamaño real, sonidos de la época y donde también se puede percibir hasta los olores de ese entorno industrial.
Tras disfrutar de la botadura del Titanic en la galería 3, la 4 hará las delicias de los mitómanos, pues se recrea con todo tipo de detalles la vida a bordo del barco, con réplicas de los camerinos de primera, segunda o tercera clase y de la misma escalera donde Leonardo di Caprio esperó a Kate Winslet en la película de James Cameron.
De ahí se pasa a la galería 5, al "viaje inaugural" y a la ruta seguida por el Titanic hasta que su travesía se vio interrumpida en la madrugada del 15 de abril tras chocar con un iceberg frente a las costas de Terranova.
La galería 6 es, quizá, la más dramática de todas. Efectos visuales y sonoros de última generación reviven las últimas horas del buque, cuyo hundimiento causó 1.517 muertes.
El Belfast Titanic explora casi al final, en la galería 8, la leyenda creada en torno al barco a través de los reportajes de la época, de las películas que lo inmortalizaron o de la literatura que ha mantenido viva su magia.
Y la guinda es una inmersión a 4.000 metros de profundidad, al fondo del Atlántico Norte, donde se puede bucear junto a los restos del Titanic de la mano de unas imágenes que muestran el pecio tal y como lo descubrió Robert Ballard en 1985.
  

 El hundimiento del15 de abril de 1915 visto por un ilustrador.